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Ante el avance del Corona virus, la pandemia que asola a gran parte de la humanidad, líderes mundiales y voces calificadas reconocen el valor de un Estado solidario para liderar la emergencia. 

Por Alejandro Fontenla

 

En septiembre de 1978 los principales sanitaristas del mundo se reunieron en Alma Ata, Kazajistán, y sus deliberaciones constituyeron el evento internacional de políticas de salud más importante de la década de los setenta. Su célebre declaración final definió a la Atención Primaria de la Salud (APS) como el más importante paradigma en las políticas de salud pública. 

Las ideas centrales de la Declaración de Alma Ata se relacionaron con el enfoque de derecho, la universalidad y la equidad. Equidad y solidaridad en Salud requieren -se sostuvo-, un tratamiento específico y fuerte protagonismo del Estado.

Pero esta decisiva conferencia internacional, que propuso el desiderátum “salud para todos en el 2000”, no fue un hecho aislado, sino que Alma Ata se inscribió en una determinada producción teórica anterior y en un determinado contexto. El primer eslabón de esos antecedentes fue el Informe Beveridge sobre Seguridad Social, de 1942. En noviembre de 1940, bajo el bombardeo que asolaba a Londres causando miles de víctimas, Winston Churchill le pidió a su ministro de finanzas, William Beveridge, que preparara un informe para paliar la desastrosa situación económica que sobrevendría al fin de la guerra. Dos años más tarde el funcionario le presenta el notable “Informe sobre Seguridad Social y servicios conexos”.

El documento provocó un movimiento político y social tan importante que influyó en el campo internacional. Su tesis sostenía que asistir a los más necesitados no era un acto de generosidad de los ricos hacia los pobres, sino la solución para la sociedad toda.

Sus principales propuestas fueron: asignaciones a las personas encargadas de cuidar infantes hasta los 15 años; un servicio de salud que asegure plenamente todos los tratamientos preventivos y curativos de toda clase a todos los ciudadanos sin distinción, sin límite de ingresos y sin barreras económicas; y por último continuidad y seguridad en el trabajo. El Informe Beveridge sobre Seguridad Social fue el origen de lo que más tarde se llamó Estado de Bienestar (welfare), por contraste al término que designaba los horrores de la guerra (warfare).

Años más tarde, en el marco de los replanteos producidos tras el fin de la Se gunda Gue rra, tuvo lugar la Declaración de los Derechos Humanos (1948). En ella se proclamaron tres categorías de derechos: las dos primeras, referidas a derechos civiles y políticos (libertad de palabra, expresión, pensamiento, reunión, asociación etc.) La tercera categoría, la más problemática, planteaba los derechos económicos, sociales y culturales, entre ellos “protección contra los efectos de enfermedad, vejez, incapacidad y desempleo”, y “nivel de vida que garantice la salud y el bienestar”. Pero lo más importante en esta tercera categoría de derechos es que el Estado tiene la responsabilidad y la obligación de llevarlos a la práctica, dictando leyes y asignando recursos.

Casi simultáneamente, se llevaron a cabo las conferencias de Thomas Marshall dictadas en la Universidad de Cambridge en 1949, publicadas un año más tarde bajo el título Ciudadanía y clase social. Sus propuestas plantearon anclajes institucionales concretos a los derechos proclamados en 1948, afirmando que tales derechos sólo son realizables si cuentan con sustentos materiales. Hacia comienzos de los setenta se verifica una expansión generalizada del fordismo y el keynesianismo. El fordismo (sinónimo de mecanización, producción industrial en masa y taylorismo), creó las condiciones para que los continuos aumentos de productividad fueran acompañados por mejoras sostenidas en los salarios. Lo cual produjo el llamado “milagro keynesiano”: que en una sociedad capitalista el interés de los trabajadores se trasmutara en el interés de la sociedad toda. Fue el apogeo del EB: en los países de Europa Occidental la tasa media del desempleo era de 1,5. Esa “gloria” que duró treinta años fue relevada por el ciclo neoliberal, que barrió con la mayoría de las conquistas que se habían logrado.

Marshall creía en un socialismo ético, un horizonte moral que impulsaba a reducir las desigualdades. Más adelante, en 1962, -sostuvo que el Estado de Bienestar no es un concepto general ni una estructura fija, sino una construcción permanente, relativa a las condiciones del contexto. Lo que sí define al EB es que “todo compromiso genuino con la libertad exige comprometerse con las condiciones que la hicieran posible para el conjunto de los ciudadanos, y que ésta es justamente una obligación prioritaria del Estado”.

Hacia comienzos de los setenta se verifica una expansión generalizada del fordismo y el keynesianismo. El fordismo (sinónimo de mecanización, producción industrial en masa y taylorismo), creó las condiciones para que los continuos aumentos de productividad fueran acompañados por mejoras sostenidas en los salarios. Lo cual produjo el llamado “milagro keynesiano”: que en una sociedad capitalista el interés de los trabajadores se trasmutara en el interés de la sociedad toda. Fue el apogeo del EB: en los países de Europa Occidental la tasa media del desempleo era de 1,5. Esa “gloria” que duró treinta años fue relevada por el ciclo neoliberal, que barrió con la mayoría de las conquistas que se habían logrado.

Las metas de Alma Ata fueron evaluadas y reformuladas en cada fecha en la que debieran haberse cumplido: en el 2000, 2007 y 2015. En cada una de esas revisiones se daba cuenta de la dificultad para lograr los objetivos propuestos, y se agregaban otros, últimamente denominados Objetivos de Desarrollo Sostenible, denominación que en su pretensión retórica encubre su debilidad, es decir que sólo sería posible conseguirlos redoblando los esfuerzos, en términos de concepciones, tareas cotidianas y recursos. Recuperar los beneficios igualitarios del EB debía ser una militancia.

A 42 años de la Declaración de Alma Ata su vigencia parece acrecentarse, fundamentalmente en su concepción de la responsabilidad del Estado. Ante la pandemia que hoy asola a gran parte de la humanidad, muchos líderes mundiales, Emmanuel Macrón lo dijo con todas las letras, y otras voces calificadas, reconocen el valor del Estado para liderar la emergencia en todo el arco de políticas públicas. Reconocimiento que ahoga las declamaciones un tanto anacrónicas de prestigiosas corporaciones. La solidaridad individual y colectiva unida a las indicaciones provenientes del Estado serán la mejor repuesta para hacer frente, “codo a codo”, a tamaño flagelo.

ALEJANDRO FONTENLA

Escritor, Profesor en Letras (UNLP)

Fuentes: José Nun: Democracia, gobierno del pueblo o gobierno de los políticos. (Buenos Aires, CI, 2015). Conferencia Internacional sobre Salud para el Desarrollo Buenos Aires 30-15. Actas publicadas en 2019

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